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sábado, 19 de febrero de 2011

La Iglesia contra la República Española

Gracias a la amabilidad de un compañero y amigo, he podido nuevamente leer después de más de cuarenta años un buen libro que originalmente fue escrito en lengua catalana. Su titulo es el que encabeza este trabajo. Aunque firmado con el seudónimo de «Joan Comas», su autor es nada menos que José María Llorens, canónigo que fue de la catedral de Lérida. Falleció en una clínica de Toulouse, el 11 de mayo de 1967, a la edad de 81 años.
En los paladines libertarios allá en los años 60 se anuncio que un grupo de refugiados políticos españoles, compuesto de cristianos y ateos, estaban interesándose en hacer una nueva edición del dicho libro, en lengua española. Tal obra se completo en 1968.
Con todo y no estando de acuerdo con las ideas religiosas del autor del libro que comento, observando también que no revela cosas del otro mundo, en el aspecto de critica que hace a la Iglesia, debemos reconocer la personalidad de este hombre que, dentro de la Iglesia se mantuvo fiel al régimen republicano que consideraba justo, legalmente constituido, así como la sinceridad que debía caracterizarle para reconocer los defectos, la perversidad de la institución que servia.
De ahí que, por dignidad, por no quererse confundir con los «Cruzados» haya muerto, igual que muchos miles de españoles que combatieron al fascismo, lejos de la tierra que les vio nacer y a la que tanto amaban.
Hombre de horizonte abierto, se percataba de que en «La España Católica» los que llenan las iglesias, la gran mayoría de trabajadores que acuden a misa, lo hacían y lo continúan haciendo sin sentir vocación, sin ser devotos de la religión, sino por presión del clero o por conseguir alguna plaza, algún beneficio de los curas u obispos; dado la influencia que ellos han tenido siempre en los medios capitalistas y continúan teniendo en la actualidad.
Sin embargo, la clase trabajadora ha sufrido tanto, tan amigos ha visto al clero de los explotadores, que el pueblo siempre los ha confundido. Se ha dado cuenta de que en la Iglesia se han urdido todos los planes contra el progreso y el bienestar de los humildes.
De ahí que este pueblo vejado y oprimido haya aprovechado todas las agitaciones para chamuscar las iglesias y combatir a los ensotanados como sus peores enemigos.
Todos los tiranos se han apoyado en la Iglesia, en sus jerarquías representativas, para imponer su voluntad y explotar encarnizadamente a los trabajadores. Y ello no es de ahora; sino de todos los tiempos.
El misionero Bartolomé de las Casas, denuncio en «La destrucción de las Indias» los estragos, los horrorosos crímenes que cometían los colonizadores de América, con el beneplácito de la Iglesia española.
Antimonárquico convencido que lo era »Joan Comas» (cosa rara en un cura, ¿verdad?) lleno algunas paginas de su libro para poner de manifiesto el absolutismo, el abuso de Poder, los vicios y demás plagas que acarreó la monarquía, respaldada por la Iglesia, al pueblo sufriente.
Cita el caso de Isabel II. La reina cachonda, que hacía de sus amantes los hombres del gobierno; como lo fueron Narváez y O'Donnell. Y no se daba la molestia de tomar algunas precauciones para evitar el escándalo que producía su vida desordenada. Y este temperamento de mujer ardiente, de elemento corrompido, estaba apoyada incondicionalmente por su confesor, el popular padre Claret, arzobispo de Cuba. El debió ser quien obtuvo para la reina la «Rosa de Oro» otorgada por Pío IX: distinción que, según las reglas religiosas, solo debían llevar las personas de meritos excepcionales.
Por lo demás es un hecho históricamente probado -dice Comas- que Alfonso XII no era hijo del esposo legal de la reina, el príncipe Francisco de Asís (doña Paquita, como todo el mundo le llamaba por su voz afeminada y su falta de virilidad) sino de un general (¿Martínez Campos?) que entraba y salía a todas horas del palacio real como Pedro por su casa.
Cuando Alfonso XII subió al trono, es proverbial la vida de vicios que arrastraba dicho rey. En esto seguía la trayectoria heredada de su madre. Debido a la vida desordenada que llevaba murió en plena juventud, a los 25 años de edad.
Pero el tiempo que estuvo en vida dejó trágico rastro de su nefasta obra. Su condición de rey le daba facilidad para poseer todas las mujeres que deseaba. Para ello contaba con la tutela y protección ignominiosa que sobre él tenia el duque de Sexto.
Un día se le antojó al monarca salir de caza. En pleno bosque encontró a una joven que le gusto y no reparo en violarla. La joven era la hija del guardabosque. Cuando su padre supo los motivos que tanto apenaban a la moza, cogió la carabina y salio a vengar el deshonor causado en su casa. Pero antes de encontrar al hombre que cometió tal infamia, se dio en el camino con el duque que, previendo el desenlace montaba guardia. El padre de la joven violada cayó muerto por una bala del duque.
Otra vez, un general sospechaba que cuando el salía de su casa, Alfonso XII entraba para encontrarse con su mujer. Un día salio el general como de costumbre, y cuando el rey estaba dentro de su casa, volvió para cogerlo en flagrante delito y hacer justicia. Pero... al entrar a su casa, el general encuentra en la antesala al duque que, pistola en mano, vigilaba. El militar cayo muerto por la pistola del duque.
«De tal palo, tal astilla» suele decirse. Alfonso XIII, por taras hereditarias, y el margen que da el Poder para cometer abusos, fue también un don Juan a su manera. Sobre este rey el que más se interesaba por su vida y continuidad ciñendo la corona, era el famoso cardenal Segura. Intervino voluntariamente como mediador de las muchas aventuras del soberano español. Este gozo de una señorita de la alta aristocracia madrileña. El cardenal Segura no reparó en hacerle visitas a la dicha señorita (la Cardenala, como la llamaban los madrileños) para buscar entre los dos la forma de salvar la situación y evitar el escándalo. Finalmente tuvo el heroísmo de que un hermano del cardenal cubriera la falta del rey casándose con la señorita abusada. La que poco tiempo después alumbro un hijo hecho de contrabando por su mejor amigo, y un sobrino legal para el mitrado.
Más tarde denunciaba a Roma que el nuncio del Vaticano en España, cardenal Tedeschini, que era acusado públicamente de hacer la corte a una marquesa, y como consecuencia había recibido varios disparos de escopeta en plan de aviso, para que desistiera de sus amores y dejara tranquila a su Dulcinea.
Y este cardenal, este hombre «escrupuloso» que denunciaba a su propio colega por escándalo público, era el protector, el consejero principal de Alfonso XIII. El monarca fanfarrón que se consideraba dueño y señor de la vida de todos los españoles. Sus provocaciones guerreras, sus caprichos belicosos en Anual y otros lugares de Marruecos, fueron pagados con la vida de veinte mil hombres.
Entonces el cardenal, no levantaba la voz en contra de tanto crimen. Al contrario, se limitaba a bendecir las armas y los estragos del nefasto reyezuelo. Lo peor del caso es que no era Segura solo el que contribuía a sostener la abusante y podrida monarquía. Salvo raras excepciones, puede afirmarse que todas las jerarquías eclesiásticas, el clero, estaba mancomunado con los intereses de la monarquía española mantenerla a toda costa era su principal objetivo.
Por influencia de la infanta Isabel, tía de Alfonso XIII, Benlloc fue obispo de la Seu de Urgel. De ahí que fuera monárquico furibundo. Este mitrado hizo el panegírico de la concordia existente entre el trono y el altar. Ello fue ocasión del Congreso Católico celebrado en Barcelona el 1894.
Dicho obispo manifestó, dirigiéndose a los militares allí presentes:
«Vosotros lleváis la cruz (la espada) en la cintura, y nosotros la llevamos en el pecho. Y es gracias a vuestra ayuda, que nosotros podemos hacer triunfar la cruz contra las herejías de todos los tiempos.»
Para condenar la crueldad con que actuaron los militares en contra de los trabajadores indefensos, siempre con la complicidad de la Iglesia, Joan Comas cita un ejemplo.
El general Weyler, enviado a Barcelona con plenos poderes para reducir una huelga, en cristiano llegó a decir lo siguiente:
«He dado órdenes de cerrar los hospitales y las cárceles. Sólo quedan abiertos los cementerios.»
Los Martínez Anido, los Arlegui, los La Cierva y otros -subraya el autor del libro- no hicieron frases tan elocuentes como las de Weyler, pero siguieron los mismos procedimientos o peores.
Con el advenimiento de la república de 1931, la Iglesia fue un tanto zarandeada. Huyó su protector Alfonso XIII, y con el su incondicional amigo el cardenal Segura. Este inquisidor, este Torquemada redivivo, aún siendo furibundo monárquico volvió en 1937 a España y fue nombrado por el «caudillo» arzobispo de Sevilla.
Dado su cerrilidad, su espíritu impositivo, pronto chocó con el carácter del tirano español, también impositivo, cruel y perverso. Era algo así como si entre Torquemada y Atila se disputaran el mando del país.
Rehecha la Iglesia de la sorpresa que recibió con el advenimiento de la república inesperada, pronto reagrupó sus fuerzas y empezó a urdir la conspiración contra el nuevo régimen. Rompieron el compromiso de la Carta Pastoral que había lanzado el arzobispo de Tarragona, Vidal y Barraquer, prometiendo fidelidad a la república, y empezaron a obrar por su cuenta. No obstante, Vidal y Barraquer siguió fiel a su promesa, se mantuvo al lado del pueblo, y fue uno de los que murieron también en el exilio, repudiando la dictadura fascista que dominaba en España.
Con la libertad aunque muy restringida para los trabajadores, que concedió la república, se pudo exteriorizar la propaganda anticlerical. El pueblo recuperó sus fuerzas. Las organizaciones sindicales, sobre todo la C.N.T., no reposaban en el combate de reivindicaciones exigidas por los proletarios. El espíritu de lucha se mantenía despierto, atento a la batalla que se aproximaba y que, irremediablemente, tenia que ser librada. El choque entre la España negra, la de las castas privilegiadas, y la España leal y progresista seria terrible, pero inevitable.
Las fuerzas de la reacción no ocultaban sus planes. Todos los medios los consideraban buenos para llevar a cabo sus designios. Las iglesias y los conventos servían de lugares de reunión, de depósitos de armas y municiones.
Respirándose atmósfera tan caldeada llegó el 18 de Julio, fecha fijada por los fascistas para darle su golpe mortal a la republica que los toleraba, y anular la poca libertad y las reivindicaciones que habían conquistado los trabajadores en lucha permanente contra el capitalismo y el Estado.
Las fuerzas de la reacción, compuestas por el capitalismo el ejército y la Iglesia se lanzaron al ataque. El pueblo, las masas trabajadoras, en un gesto heroico, sublime, llegó a vencer a los sediciosos en más de la mitad de España. El país quedó partido en dos zonas. En una, la que dominó el fascismo, se imponía la esclavitud, el terror y la muerte. Mientras que en la otra, en la llamada zona republicana, se peleaba por la libertad, por el trabajo y la cultura. De ahí que se confabularan todas las fuerzas de la reacción internacional, para aplastar al heroico pueblo español, después de tres años de lucha titánica frente a la barbarie capitalista y la indiferencia de los trabajadores del mundo entero.
El cardenal Gomá, segundo personaje de la «Cruzada», se encontraba en Pamplona el 19 de Julio. Posiblemente se desplazó desde Toledo para darle el último retoque, junto al general Mola, al cuadro sangriento que habían preparado. Desde este lugar lanzó una carta pastoral en la que, en tanto que cardenal primado de España, ordenaba a todos sus subordinados de que se adhirieran a los rebeldes. Así, Franco, cabecilla principal de la traición, pudo encontrar en la Iglesia su mejor apoyo y sus mejores colaboradores. Pla y Deniel, arzobispo entonces de Salamanca, le cedió al «caudillo» el palacio arzobispal para que instalara el cuartel general de los insurrectos, donde estuvo situado durante seis meses.
Entretanto, el ya nombrado cardenal Gomá, figura representativa de la Iglesia española, se dedicaba a la propaganda de carácter internacional de los Cruzados. Hombre frío, calculador, insensible aprovechaba todos los medios a su alcance para deshonrar a la republica, a la España liberal entre los creyentes del mundo entero. De todas sus maquinaciones mantuvo al corriente al entonces cardenal Pacelli, enemigo encarnizado de la república española, y este las transmitía al papa Pío XI. El Vicario de Cristo, hombre de carácter duro, violento, se interesaba mucho por el triunfo de las hordas de Franco. Cuando cualquier orden suya era incumplida, entraba en furia con sus subordinados y destrozaba todos los objetos que encontraba a mano. Su iracundia le hacía temible de sus colaboradores. Ya cuando Benito Mussolini se apoderó del Poder, haciéndole honor al sanguinario de Italia, manifestó el dichoso papa: «Esta noche he dormido como hacia mucho tiempo que no dormía.»
La libertad del pueblo español tenía un enemigo irascible en el cardenal Pacelli, más tarde Pío XII, amigo de Hitler, era un conjurado contra la libertad del mundo entero. Ignoraba la masacre que el Führer se había propuesto llevar a cabo entre los judíos y los seres humanos de todos los pueblos que dominaba. Sin embargo, le daba su bendición; rogaba al cielo para que el triunfo definitivo fuera de las fuerzas alemanas.
Cuando ascendió a la máxima representación de la Iglesia, con el nombre de Pío XII, su deseo de hacerse popular era insaciable. En su despacho particular recibía sabios, vedettes del cine, como Fernandel, Gary Cooper y otros. Mujeres, como la de Perón, la celebre Evita, que a pesar de lo mucho que en torno a su dudosa conducta se decía, la distinguió con una condecoración. Y como no podía faltar, también recibió a la mujer del «cristiano» Franco.
Un caso singular de Pío XII. Tenía a su servicio una monja de Bavaria, que se la trajo de Alemania cuando era cardenal, representante del Vaticano en este país. Dicha monja, sor Pascualina de su nombre, la conoció en el año 1917, y con el permiso del papa Benedicto XV, la tomó como mayordoma. Esta religiosa disponía de toda la confianza de... Pacelli. Tanto es así, que cuando se reunieron los cardenales en cónclave que eligió de papa a Pío XI, sor Pascalina estuvo al lado del cardenal Pacelli. Y no se separó más de el hasta que este no se fue del mundo de los vivos.
La Iglesia es la institución más rica del mundo, la que tiene intereses financieros en las mayores industrias del globo, la que dispone de más periódicos y revistas a su servicio, como confirma Natividad Rosales en su documentada obra «Misión Secreta en el Vaticano». Y pese a ser dueña de tantos millones, de tanta riqueza bancaria, industrial y agrícola, nunca ha hecho patente su «humanismo» distribuyendo un poco, de lo mucho que acapara, entre los menesterosos. En las grandes inundaciones, en los movimientos sísmicos que han arruinado ciudades y campos de algunos países, llevando el hambre y la miseria a todos los hogares, la Iglesia no ha hecho donación de ninguno de sus bienes para paliar en algo la tragedia desencadenada. Con oraciones, salmos y plegarias se han dado por satisfechos los representantes de Cristo. Y, sin embargo, se prestan para administrar todas las suscripciones que puedan hacerse con carácter solidario hacia las victimas de todos los cataclismos.
Pese también a ser la Iglesia posesora de infinidad de imprentas, de grandes editoriales, de miles y miles de periódicos y revistas esparcidos en todo el mundo, su misión es sembrar el oscurantismo en todas partes. Allí donde domina, ahoga el pensamiento, la cultura y el progreso del pueblo trabajador. Mantener las multitudes en la ignorancia, en el mayor embrutecimiento, es la única forma de explotarlas mejor. De una forma deliberada la Iglesia ha estado siempre contra los maestros, contra las escuelas que ella no domina, contra todo individuo o entidad que se interese por elevar al pueblo, por instruirlo para que salga del estado de rebaño en que siempre lo han tenido sumergido. Para lograr su objetivo no ha reparado en los medios a emplear. Desde la hoguera con leña verde para quemar las personas ilustres en las plazas publicas, como hicieron con Miguel Servet y tantos miles más, hasta las mayores torturas y el piquete de ejecución como asesinaron a Ferrer Guardia.
Uno de los jerarcas de la Iglesia que más se destacó en la perpetración del crimen contra la España productora fue, como dicho, el cardenal Gomá, primado en Toledo. Este era el encargado de las relaciones con el clero de los demás países que se mancomunaron para aplastar la libertad de España. Su descaro en la conspiración era público. Ya en 1934, en el Congreso Eucarístico de Buenos Aires, dio un discurso provocador y violento contra la república española. Y no era contra la república, por el nombre que se le dio al nuevo régimen sino porque se les habían aflojado un poco las cadenas que desde tantos siglos oprimían al pueblo.
Luego, ya en plena contienda, el cardenal Gomá abrió las alas de su maldad, y fue segundo personaje de la «Cruzada» que costó más de dos millones de victimas al pueblo español.
En todas las reuniones religiosas que se celebraban en el país, de lo primero que se ocupaba Gomá era de mandarle un mensaje a su compinche Franco, manifestándole la adhesión de la Iglesia a su régimen.
En el Congreso Eucarístico de Budapest, celebrado en mayo de 1938, el cardenal Gomá, que presidía la reunión, hizo poner en la presidencia una bandera franquista y un retrato del caudillo, y debajo la siguiente inscripción: «Vinculum charitate» (Vinculo de amor).
Allí fueron pronunciados discursos de los delegados de la España franquista, de Chile, de Uruguay, de México y otros. Todos los oradores exaltaron la raza española, su valentía y su amor a la religión simbolizado, claro está, en las hordas franquistas.
Después de todos los discursos intervino el cardenal Gomá, y desde la presidencia presionó a los reunidos para enviar un telegrama de adhesión al general Franco.
«No se acabaría la guerra española -dijo el primado español en su discurso- por ningún compromiso, por ningún arreglo pacifista, sino con la victoria fascista, arrancada con la punta de las bayonetas. Es preciso extirpar toda la podredumbre laica. Tengo el orgullo de deciros que en el momento presente estoy completamente de acuerdo con el gobierno fascista de Franco, el cual no da un paso sin consultarme y obedecerme. Ello lo puede testimoniar el ministro de Justicia de Franco, aquí presente.»
Por lo visto, Franco consultaba y obedecía a Gomá en todos los asuntos de su gobierno. Seguramente que lo tenía al tanto y obedecía, como bien señala el escritor del libro que referimos, de todos los fusilamientos, de la matanza masiva que efectuaba durante y después de la guerra en los pueblos indefensos, con la aprobación total de la Iglesia, como lo confirma también otro escritor católico, George Bernanos, en «Los grandes cementerios bajo la luna».
Para los hechos de diplomacia donde hay que emplear la socarronería tartufiana, está la Compañía de Jesús, ese núcleo dentro de la Iglesia, integrado por elementos habilidosos y obedientes, que tanto saben aprovechar la ignorancia y las debilidades de los humanos. Los hombres más felinos de la Compañía, la Iglesia los dedica a caza de herencias, a la conquista de personas viejas, combinando el confesionario con las visitas domiciliarias, creando una atmósfera de miedo, de pánico a la muerte. Esto hace solicitar de los «piadosos» jesuitas la salvación de las almas. Cuando muchas de estas personas mueren, los familiares se dan cuenta entonces de que los bienes que ellos esperaban y que tenían derecho a heredar, han desaparecido. Donativo hecho, por testamento a los herederos inesperados: los jesuitas.
De todas partes, de todas las desgracias, la Iglesia ha de salir gananciosa. Como es un monstruo que se adapta a todas las situaciones, a todos los ambientes y enjuagues, cuando en 1945 se dio cuenta de que los amigos y protectores del caudillo, Hitler y Mussolini, habían perdido la guerra, el arzobispo de Salamanca, Pla y Deniel, el que entregó a Franco su palacio arzobispal para que instalara el cuartel general fascista, creyéndose perdido como todo el mundo esperaba, mandó una carta pastoral, el año 1945, en la que trataba de una forma cobarde y baja, de desmentir la colaboración de la Iglesia con el fascismo. Con el cinismo característico de los mitrados españoles, decía, entre otras cosas, en dicha pastoral: «Podemos afirmar, solemnemente, la perfecta neutralidad del clero español respecto a los poderes públicos.» Y añadía: «Seria injusto juzgar la jerarquía eclesiástica española como la más belicosa y la menos evangélica del mundo.»
Al mismo tiempo insistía asegurando la completa neutralidad del dictador español durante la guerra de 1939-1945.
Cosa que todo el mundo sabe el compromiso de ayuda mutua que Franco había contraído con sus dos compadres Hitler y Mussolini. A cambio de este compromiso recibió las armas y los hombres que destruyeron a la república española.
El alzamiento clérigo-militar-falangista que decían en contra del peligro comunista, fue una cosa infundada. En aquella época el Partido Comunista en España no representaba fuerza de consideración alguna. No podía ser un peligro para el bienestar del país, puesto que el 99% de la clase trabajadora sindicada estaba controlada por la C.N.T. y la U.G.T. Ambas centrales sindicales, como es sabido, de principios y formación antitotalitaria.
Es culpa de la Iglesia y del capitalismo si el comunismo ha tomado cierto incremento dentro del régimen franquista. Mantienen atenazados, vejados y oprimidos a los trabajadores y no es de extrañar que estos vean con simpatías todas las fuerzas que se le opongan al franquismo, aunque ello sea de palabra, o para cambiar -si triunfaran los comunistas, cosa difícil en España- sólo la fachada del régimen corrupto que sufre el pueblo.
Anticomunistas se decían también Hitler, Mussolini, Trujillo, el cardenal Spellmann, Segura, Gomá, Pío XII, Perón, Nasser, Franco y otros tiranos de los que dominaron y siguen oprimiendo a los pueblos que caen bajo su despotismo de bárbaros.
De ahí como definió en pocas palabras el anticomunismo Andrés Siegfried, de la Academia Francesa:
«Hay una cosa más peligrosa que el comunismo: el anticomunismo.»
Se lamentaba el canónigo Llorens, en el libro que ha motivado estos apuntes, de que jamás sintió una palabra de amor de reconciliación hacia los vencidos, de las jerarquías eclesiásticas. Los propios católicos que estuvieron presos en las cárceles franquistas, y los que continúan en el exilio, tienen la experiencia y podrían confirmarlo. Al contrario. El clero español dirá siempre que, tanto los que han sufrido condenas, como los que se mantienen dignos en el extranjero, son gente renegada, herejes, «comunistas» sin fe y sin obediencia a los postulados de la «Santa Madre Iglesia». Y todo porque se mantuvieron fieles al régimen republicano y no quisieron traicionar al pueblo trabajador.
No obstante, la piedad de la Iglesia quedó reflejada en el interés que puso para amparar y librar de la horca que merecían a muchos criminales destacados en la última conflagración mundial. Después de la derrota de Hitler y Mussolini; después de haber pasado seis años de exterminio en los hornos crematorios del nazismo; después de haber sufrido el terror, los suplicios y fusilamientos masivos del fascismo italiano y español; después de tanta matanza. la actuación y la actividad desplegadas por los obispos alemanes, españoles, ingleses, americanos, franceses y de otros países, diríase que era un interés general de la Iglesia, dirigido por el vicario de Cristo en el Vaticano. Todo con vistas a salvar y proteger a muchos responsables directos de la hecatombe que hizo estremecer al mundo entero.
Hay que dar por descontado que si los conjurados hubiesen sido trabajadores que peleaban por defender su pan y su libertad, la Iglesia no los hubiese amparado. Al contrario, ella hubiese sido la primera en acusarlos y maldecirlos.
Finalizando. Este comentario sobrepasa ya el espacio que me había propuesto. He recogido lo más esencial, los detalles más visibles de los treinta y siete capítulos que ocupan las cuatrocientas páginas del libro de referencia. Lo he hecho de una forma concisa, reflejando los distintos aspectos de la obra para que el lector pueda tener una idea aproximada de la participación que tuvo la Iglesia en la «Cruzada» contra la república.
Aun no estando de acuerdo con el matiz religioso de este libro, considero que es un libro documentado, sincero, valiente. Un buen libro. Interesante para que lo lean, tanto los cristianos como los ateos.

Fuente: Portaloaca

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